Domingo XXXI durante el año

Hoy quiero hospedarme en tu casa (en tu corazón)

Lucas  19, 1-10

Habiendo entrado Jesús en Jericó, atravesaba la ciudad. Y un hombre, llamado Zaqueo, jefe de publicanos y muy rico, trataba de ver a Jesús, pero no lo conseguía, porque era bajo de estatura. Entonces se adelantó a la gente y se subió a un árbol para verlo. Jesús, al llegar cerca del árbol donde estaba subido Zaqueo, levantó los ojos y le dijo: Zaqueo, baja enseguida, porque hoy quiero hospedarme en tu casa. Él bajó rápidamente y lo recibió muy contento en su casa. Pero al ver esto, muchos murmuraban diciendo:  Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador público. Pero Zaqueo, poniéndose en pie, dijo a Jesús: Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le devolveré cuatro veces más. Jesús le contestó: Hoy ha llegado la salvación a esta casa. Este hombre es también hijo de Abrahám. El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.

Zaqueo, despreciando el ridículo ante la multitud, sube al árbol como un chiquillo. ¡Un rico sube a un árbol para ver a un pobre, el Pobre de Nazaret! Jesús ve el corazón de Zaqueo. Por eso le manda bajar en seguida y le pide hospedarse en su casa, rompiendo todos los preceptos y leyes que prohibían alojarse y comer en la casa de un pecador público, como era Zaqueo. 

Jesús y Zaqueo coinciden en una cosa: ambos desafían las críticas de quienes se creen los únicos buenos, dueños de la verdad y de toda la verdad. 

Zaqueo nunca se había sentido amado de verdad, e intentó comprar el amor con dinero. Mas había comprobado que las riquezas no podían darle la libertad ni el amor para sentirse libre y feliz; por eso esperaba algo de Jesús, y no se vio defraudado.

En todo ser humano, por más podrido que esté, siempre hay un rincón de inocencia, accesible sólo al amor infinito de Dios. El rico explotador es también hijo de Dios, su imagen y semejanza, aunque deformada, pero recuperable, porque para Dios no hay nada imposible. 

El encuentro vivo con Dios en Cristo, influye decisivamente en la manera de adquirir y administrar el dinero y los haberes. Sin ese encuentro, la vida cristiana está vacía y fracasa, por más éxitos económicos y fama que se alcancen.

Que las bendiciones recibidas de Dios en esta vida: bienes, salud, capacidades y profesión, se conviertan en bendiciones para compartir con los necesitados, como hizo Zaqueo al acoger en su casa a Cristo, que nos da la máxima bendición: la gloria eterna.

P. Jesús Álvarez, ssp